Confidente del paisaje
La mirada recorre detenidamente el paisaje, sin ser advertida. Se
alargan las sombras de las migajas que cargan las hormigas, la
despintada corteza del eucalipto ilustra el paso del tiempo, el sol se
introduce como una moneda en la lejana ranura del mar. La
nueva hoja del limonero es, al mismo tiempo, el pequeño puñal
que hiere el aire y la herida por la que sangra libremente su aroma.
El viento sacude las ramas de un árbol y convierte las hojas en un
cardumen de peces; una hoja cae en la corriente, se detiene en la
piedra y dibuja ondas en el agua; la fruta madura del crepúsculo
desaparece dentro de la garganta de la noche.
El pájaro es realmente libre cuando no sabe que alguien lo mira,
cuando ignora que detrás de él revolotea mi asombro, y que entre
él y mi asombro puede nacer un poema.
La naturaleza ensaya su sinfonía: cae una semilla, se oye un
metálico canto, mínimos pasos recorren las hojas secas y luego se
resguardan debajo de ellas, llueve, y se liberan frescos aromas en el
aire enmudecido.
El paisaje despliega ante mí su belleza, me invita a mirar en él
como en un espejo cualidades humanas, y también me revela
aquello que ha pasado desapercibido. Me hace sentir que soy, al
mismo tiempo, su espectadora, su reflejo y su confidente.
Nada nos separa. Él, tímido y generoso, nos toca con la brisa, las
fragancias, nos ofrece sus sonidos, sus frutos y su sombra. Yo, respetuosa y agradecida, susurro en este libro lo que el contacto
con él me produce, procuro encontrar la palabra que acaricie sin
tocar, pero que brinde el calor que emite la cercanía de la mano.
Damarys González Sandoval