Mínima caligrafía
La poética de Belén Ojeda combina, casi toda ella, mediante asombrosa y limpia economía verbal, un tono imperativo y sentencioso con esa narración que respira siempre el esbozo artesanal de una historia.
Quizás esto estribe en cierta presencia de la historia con mayúsculas en sus libros, de esa donde suceden las cosas simples, el rumor de los bosques, la circularidad de la memoria, “el revés de la imagen”, suerte de dialéctica súbita y unidad de contrarios cuando el signo deviene símbolo, alegoría: íntima caligrafía donde precisamente contrastan centralidad y movimiento, pérdidas y esperanzas, dinamismos del ascenso o el descenso. “Segmentación de la arena – unidad del desierto”. Por ello, la fuga. Lo contrapuntístico. La experiencia subjetiva y emocional del color y los sonidos, a veces lo esencial sin nombre todavía, la luz de lo intangible presentida en la materia viva, sea agua, nube, madera, puerta, llave o semilla, o en el poetizar conceptos, hechos, sentimientos e ideas, libertad, amplitud, soledad, lo especular o la caída. Las guerras y las víctimas. El juego y la música. La intimidad y el grafiti.
Ojeda conduce su obra al tributo a grandes momentos del arte y a la identificación con conspicuos referentes del cine o la música, la ciencia, la fotografía y la poesía. El asombro recorre lo boreal rememorado desde la luminiscencia cegadora de las regiones equinocciales, reminiscencias simultáneas de unas peregrinaciones de aprendizaje y formación que también marcan esta escritura de la lucidez y la permanencia.